La amistad demandante
Los amigos no existen,
proclaman desde una amargura justificada en horas oscuras, los que experimentan
el abandono trágico y desilusionante de aquellas personas en quien se depositó
toda confianza y esperanza. Enloqueciendo primero, construyendo luego un gesto
herido y resignado ante tal fatalidad de la vida. La demanda no fue cumplida,
el amigo falló, el amor es una mentira.
En el texto “Acerca
del Cristianismo como esperanza redentora”, contemplé la idea de la búsqueda
del amigo infalible, aquél construido bajo las demandas imperantes y neuróticas
producidas antes nuestros fracasos con simples mortales “traicioneros” y
falibles.
En ese citado caso,
sería un Dios amigo que nos acompaña a todas partes y nos acepta aún con
nuestra psicosis. No nos juzga, porque si lo hiciera, se convertiría en demonio
acusador y para eso están nuestros miedos. Nos ama y conoce, desde los diálogos
(monólogos) perversos que rebotan al ser lanzados a nuestro más abismal
concepto divino.
Otros sustitutos
sublimados serían, amigos imaginarios,
amigos que ya no están o lamentablemente fallecieron, perros, gatos,
cualquier animal accesible hasta –en casos más frágiles- amigos productos de la
fantasía popular (superhéroes y personajes de animé) y algún objeto
antropomórfico. Un psicólogo tal vez.
La angustia resultante
es proporcional. Al parecer la espiritualidad tiene ese encanto que la contiene
por gran tiempo. La melancolía por aquel ideal, es el constante duelo, perfeccionado
tanto, que se considera la catatonia en ese estado con alucinante embeleso.
Quienes logran atisbar
en destellos la Impetración, temen fallar y ser expulsados u observar el exilio
autoimpuesto de aquellos que buscan la perfección. Pero el fenómeno no sucede,
sin la gradualidad tediosa y áspera de la convivencia puesta a prueba, por
días, por meses, por siglos. Pudiendo incluso, estar atado físicamente a esa
persona mientras se cubren apuradamente otras demandas corpóreas, y padecer
cotidianamente el reclamo angustioso por no cumplir ese estándar divino. Por lo
tanto una ruptura catastrófica y grandilocuente, no precisamente es la que
deviene en la suplantación tal vez cristiana; sino otra ruptura sutil,
soterrada y afónica, que triste se conforma en una realidad, que implora
transitoria. Por un lado, el que se sabe traicionado y abandonado físicamente;
y por otro, el que desarrolla el arte de convivir físicamente con la deslealtad
a su paraíso reclamado.