12 de marzo de 2015

La amistad demandante

Los amigos no existen, proclaman desde una amargura justificada en horas oscuras, los que experimentan el abandono trágico y desilusionante de aquellas personas en quien se depositó toda confianza y esperanza. Enloqueciendo primero, construyendo luego un gesto herido y resignado ante tal fatalidad de la vida. La demanda no fue cumplida, el amigo falló, el amor es una mentira.

En el texto “Acerca del Cristianismo como esperanza redentora”, contemplé la idea de la búsqueda del amigo infalible, aquél construido bajo las demandas imperantes y neuróticas producidas antes nuestros fracasos con simples mortales “traicioneros” y falibles.
En ese citado caso, sería un Dios amigo que nos acompaña a todas partes y nos acepta aún con nuestra psicosis. No nos juzga, porque si lo hiciera, se convertiría en demonio acusador y para eso están nuestros miedos. Nos ama y conoce, desde los diálogos (monólogos) perversos que rebotan al ser lanzados a nuestro más abismal concepto divino.
Otros sustitutos sublimados serían, amigos imaginarios,  amigos que ya no están o lamentablemente fallecieron, perros, gatos, cualquier animal accesible hasta –en casos más frágiles- amigos productos de la fantasía popular (superhéroes y personajes de animé) y algún objeto antropomórfico. Un psicólogo tal vez.
La angustia resultante es proporcional. Al parecer la espiritualidad tiene ese encanto que la contiene por gran tiempo. La melancolía por aquel ideal, es el constante duelo, perfeccionado tanto, que se considera la catatonia en ese estado con alucinante embeleso.


Quienes logran atisbar en destellos la Impetración, temen fallar y ser expulsados u observar el exilio autoimpuesto de aquellos que buscan la perfección. Pero el fenómeno no sucede, sin la gradualidad tediosa y áspera de la convivencia puesta a prueba, por días, por meses, por siglos. Pudiendo incluso, estar atado físicamente a esa persona mientras se cubren apuradamente otras demandas corpóreas, y padecer cotidianamente el reclamo angustioso por no cumplir ese estándar divino. Por lo tanto una ruptura catastrófica y grandilocuente, no precisamente es la que deviene en la suplantación tal vez cristiana; sino otra ruptura sutil, soterrada y afónica, que triste se conforma en una realidad, que implora transitoria. Por un lado, el que se sabe traicionado y abandonado físicamente; y por otro, el que desarrolla el arte de convivir físicamente con la deslealtad a su paraíso reclamado. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo estaré ahí para traicionarte.


Apolonio