5 de enero de 2007

Muerte Vanidosa

¿Vanidad post mortem? Tal vez: la vanidad es tan fantástica, tan poco “realista” que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensarán de nosotros una vez muertos y enterrados.

¿Una especie de prueba de la inmortalidad del alma?

Ernesto Sabato

Sobre Héroes y Tumbas



I

Felix, angustiado, recorría las paredes, desde hacía ya tiempo en aquella vieja casa; cúmulo de recuerdos de antepasados diluidos en la muerte. Se arrancaba los cabellos, pensando que no valía en absoluto ya la pena de vivir, y que Alejandra seguramente estaría muy feliz con su nueva adquisición y lo habría apartado totalmente de su concupiscencia. Se revolcaba, algunas ocasiones en grescas internas, buscando alguna respuesta, la cual nunca alcanzaba por la desesperación que le perturbaba en todo momento.

Vivía en una de las tantas casas antiguas de su barrio, construida sobre antiguos cementerios de Señores bárbaros. Había conseguido esa modesta casa para poder vivir con Alejandra.

Ahora ella se había marchado apenas una semana. En la cara tumultuosa que logra recordar, sólo atisba unos labios deletéreos que lo hieren con la verdad. Cicuta amarga para despedirse de las calles duras, esas que parecen que el sol recorre como agua de lluvia.

En la noche despierta de la pesadilla que se ha vuelto costumbre desde que apenas lo dejó la sombra que decía amarlo hasta la muerte. La pesadilla lo flagela, lo desgarra y logra que se ahogue en sus lágrimas. Mira hacia el agrietado techo de vigas. Piensa en sus amigos, hace tiempo no los ve. Se imagina como van a llorar, como irán corriendo avisarle a Alejandra y ella, se desatará en remordimientos para después darse cuenta de lo valioso que es él. ¡Ah! Qué gozosos pensamientos, los cuales examina con morbo, una y otra vez. ¡Qué venganza tan nocturna!, debería hacerlo para que pague con esa atadura todo el dolor fluido que le ha causado en las noches petrificadas. Se detiene. Sus padres van a sufrir mucho con su muerte, no sería justo, que egoísta es pensar en la autodestrucción cuando hay personas que sí nos aman. Se duerme, los ojos ya no aguantan más lágrimas, se han cansando y vuelve a la pesadilla.

Se levanta y mira el reloj, es todavía de madrugada, se ha pasado la noche sollozando entre sueños y sus ojos los siente muy inflamados. ¡Por qué Alejandra era tan falsa!, no..., no era falsa nunca más. Ella admitió que su cuerpo le pedía placer y que no lo podía evitar, que era mejor que él lo supiera y no seguir realizándolo a sus espaldas. Había tenido sexo con varios de sus amigos, ¡qué importa ya con cuáles y cuántos!, pero, lo seguía amando, porque ella había logrado separar el cuerpo del alma, y esa alma estaba enamorada de él.

Ahora se ríe amargamente, su moral era otra, se había enamorado de una mujer con la moral totalmente dispar y no la podía aceptar. Maldice la moral ideal que lo hace sufrir. Al fin, ¿serían los ideales deontológicos, ella o él mismo, los que lo habían conducido a la helada noche moribunda en que volaba maltrecho?

Otra vez, se imagina muerto. El momento de consumar su muerte la brinca como una escena innecesaria, era cobarde; sí, dicen que los suicidas son pávidos, pero necesitaba valor para matarse. Mientras, se recrea en la oscuridad recorriendo las calles viejas en un ataúd vetusto, que flotaba sobre una niebla de perdones olvidados en el tiempo. Mira como a su alrededor, una turba familiar le llora e imploran al cielo que regrese. Mientras él sonríe satisfecho y les dice – ¡Ya ven, nadie sabe lo que tiene, hasta que lo ve muerto! ¡Pero miren no estoy muerto!- la gente lo acude y abraza. Se regocija en esos pensamientos, cuando estos se interrumpen abruptamente, cuando sus padres son imaginados llorando por él. Descansa de la terrible batalla que se sucedía en su cabeza adolorida de tanto jalar su pelo. Otro día más se va, ¿cuántos van? Mira a un lado de su camastro y se pregunta si el vaso de agua se convertirá en lágrimas agostadas por su rostro enrojecido.


II

Una noche tomó un libro maltratado que Alejandra había abandonado, tirado detrás del sofá. Cuando ella se rió de él en la mitad de aquella noche funesta, remembrada constantemente. Era un libro del poeta Maiakovsky.

Leía con desgano, con la idea permanente de que en aquellas páginas, se habían clavado la mirada de la mujer que más había amado, aquellos hermosos ojos melancólicos que parecían lumbreras extasiadas escudriñando el universo. Acariciaba página por página, como queriendo iniciar un rito de vuelta al pasado. Su mirada vagaba dando tumbos por las líneas del poeta cuando, leyó al final de la hoja los versos:



“Hay que arrancar,
el goce,
a los días futuros
En esta vida,
morir es cosa fácil.
Construir vida,
es mucho más difícil.”

Su cuerpo se estremeció. Reflexionó durante mucho tiempo esas palabras; releyó el poema entero. Su tendencia suicida se bamboleaba del lado de la cordura al lado sollozante, pasional. Tenía que enfrentar al sufrimiento, no se iba a desplomar tan fácilmente. La vida siempre es difícil y, ”lo que no nos mata, nos hace más fuertes” – recordaba el adagio del consuelo – hay que mirar hacia el frente, ¡ya vendrán otros amores!, los cuales nos consolarán, nos limpiarán las lágrimas. No, es mejor que aún no, se necesita estar sanado de esta herida y sólo así se podrá realmente amar.

Una sonrisa le iluminó su solitario rostro. Decidió entonces salir a dar una vuelta a la ciudad para despejar la mente y desenredarse con lo trivial. Caminó durante largo rato, hasta que, como fulminante rayo, sus ojos y su alma recibieron la descarga de ver, a su antigua amante del brazo de un desconocido. No era coincidencia, pues el caminar por las calles que ella frecuentaba, hacía inevitable que él llegara a presenciar esto. El fantasma lo volvió a posesionar. Con la mirada vaga se fue a sentar junto a la iglesia.

Las hojas del jardín parecían caer más lento, y sus ojos acompañaban su lento descender, se humedecían hasta perderlas de vista. La tarde caía con su montón de enamorados fugases, a los cuales se odiaba y a la vez se menospreciaban, porque eran ilusos, porque no conocían, no contenían la otra cara del amor, la cual en es ese instante le corroía el recipiente donde guardaba sus recuerdos llenos de un edén que agonizaba.

Se preguntaba el porqué era tan débil, otras personas ya han pasado por esto y seguían en pie, o, aparentan estarlo. De qué lugar sacar fuerzas, si todo lo centró en el amor. Creyó que ella por fin sería la redención a todo dolor que había sufrido desde su infancia.

Sacó de su saco un papel donde estaban escritas las palabras que ahora necesitaba con fervor, era un mensaje de Alejandra por su cumpleaños, le daba explicaciones por no poder estar con él. Al final de este le decía lo mucho que lo amaba. El viento comenzó soplar con furia, le arrancó con fuerza el papel para perderse entre la gente que salía de la iglesia con campanas dobladas.

No soportaba más sus pensamientos autopunitivos y deseaba contárselo a sus amigos más cercanos. Fue de casa en casa pero no encontró más que a uno que lo recibió con prisa. Le oía a medias todo lo que deseaba desahogar, dándole remedos de consejos. Mientras transcurría esto, desilusionado –aún más- se sintió que no tenía amigos. Salió de esa casa inventando un pretexto. El otro le dijo al despedirse: “todo tiene solución menos la muerte”, mientras lo invitaba a comer al día siguiente. Volvió a refugiarse en su egoísmo causado por el egoísmo de los demás, la idea de su muerte.

Caminado por las calles se dio cuenta de que no tenía los medios para acabar con su vida. Era quizá la prueba de que si los tuviera, no tendría el valor de terminar con su vida. ¿Qué pasaría si tuviera los medios accesibles? Reflexionó, no hacía falta una pistola u otra arma.

Muy pronto todos se darían cuenta de lo que él valía; pero principalmente ella, que lo despreció, la que lo engañó, y lo hizo ahogarse en la desesperanza. Todo por entregarse tanto a ella, a la persona equivocada, y ¿quién sabe quién es la indicada?, él ya no lo sabe.

III

Quizá fue Eolo quien en fatigado silbar lo empujó hasta este acantilado rodeado de estrellas. Las nubes se van esparcidas con un canto gimiente, amargo, tan salado que recordaba el agua del mar de una primavera cuando todo era perfecto, cuando ella reposaba al lado de su espíritu. Pero esos son sólo recuerdos que desgastan el aire enrarecido del alma que quiere morir, poco a poco.

Mira sus pies, están muy por encima del despeñazo. La altura lo marea y le perturba la idea de arrojarse a los brazos del abismo que le llama con su cálido sabor de olvido. Es un refugio del frío infinito que le cerca al corazón desolado. Piensa, mientras mira hacia las únicas testigos que parecen condenarlo, estrellas de la cúpula de noviembre; piensa que esos son los últimos instantes. Busca en su antitesis de cornucopia, los recuerdos más tristes, y quiere alimentar su frenesí, ¡ir a la par del bóreas más furioso que ha sentido en su vida!, ¡volar en el instante mismo del trueno y así, emancipar su vida!

¡Ah!, el vino de la pasión maldita. Renacida con las lágrimas de los cuervos, que sacaron las pupilas observantes del cuerpo desnudo del amor.

Se postra entonces, abatido, en el nocturno altar que su dolor ha construido. Para qué vivir si el momento ahoga, si todo se comprime en un segundo de locura. La muerte aguarda detrás de un árbol, espera que abandone el último suspiro enamorado de la vida. Ella espera mientras él tiene su cabeza cargada de nubarrones apunto de estallar en una tormenta de abatimiento. ¡La vida!, de qué sirve para un desilusionado que llega a sentirse un mortinato enloquecido, un vencido por la mano inmensa de el amor en agonía. Nada se espera, cuando se siente caminar en un mar de púas, y ya no provocan el menor miedo de entrega hacia ellas, ¡hacia la inmolación! Minúsculo hecatombe que quizá será olvidado, pero que aliviará el dolor perpetrado.

Se siente ya la caída, todo gira; voces de la infancia le recuerdan los días felices, mancillados, oscurecidos, mutilados. El viento se siente fuerte en el desplome, le congela el alma y se abraza refugiándose de la inmensa avalancha que le abate sus ojos y logra arrancar una carcajada de sardónico sufrimiento.

IV

Despierta. La noche ha pasado de súbito y se encuentra en otro lugar al que vio por última vez. No hay árboles, parece que los arrasó el viento. Se da cuenta de que no puede moverse. Siente un fuerte dolor en la espalda que se le trasmite a todo el cuerpo, su cabeza la percibe mojada y todavía no la puede mover. El pánico se apodera de él, se da cuenta que resbaló, que se arrojó, y ahora está al fondo de la cañada. ¡Maldito impulsivo!, todo fue real, la conmiseración en el remolino, las lágrimas salvajes que atizaban las piras del encarnizamiento con la muerte. Se aquieta,- ¡qué otra cosa puede hacer!- de su mente encrudecida salen llamas que lo flagelan. ¡Va a morir!, por cuánto tiempo lo caviló con morbo y ahora, es tiempo de que la enfrente de verdad .Oscuros designios no le permitieron morir con el rápido veneno del áspid que siseaba desde el abismo, para ahora darse cuenta de su acto. Es eminente, su aliento es cada vez más precario, esta seguro de que cruzará la delgada línea metafísica y nunca más podrá imaginarse que muere, quizá, soñará que vive. ¡Dios!, ha olvidado a sus padres.

El aire se acorta, su pecho se agita y todo se pone borroso. El dolor es intolerable, hasta que finalmente lanza un profundo suspiro - último suspiro enamorado de la vida – para que todo se apague. Quizá todavía tenga tiempo de evocar al último sueño.


Sopla, sopla el cúmulo de átomos invisibles en el agua oscurecida por las estrellas; murmuran las olas sardónicas su triste canto, su encanto maldito, delicioso, sombrío... Se ha perdido la inercia y he quedado vedado en las aguas de la reflexión, tambaleado, donde también sus piernas corrieron frenéticamente desde la empedrada precipitada del desencanto... Recuerda la siembra de la flor fatua, era hermosa y sempiterna sin deshojarse siquiera, la cuidó con esmero en el jardín fantaseado.

La regaba con inocencia y mansedumbre, la admiraba en los iniciales recovecos del dogma. El recipiente era inmaculado, ¿forzosamente, tenía que llenarlo? Un atisbo del dolor inevitable y aún inédito, el ámbar dístico lo dejaba ver, sin embargo.

Suavemente alejado, tiernamente conducido en un río parsimonioso e imperceptible, viajando en una concha susceptible y endeble, que todo dejaba, menos detenerse a contemplar ese desmesurado campo. Mas qué era todo, sino cansina poesía, devoradora de inmortales visiones miopes y sublimes, entonces. La ascensión por la empedrada me lo purificado, porque sus manos aunque desgarradas, aún sienten; aún las texturas de la materia se hacen presentes en ellas y se tienden como mortuorio manto... delicado.

Lentamente Felix vuelve a abrir los ojos y descubre con asombro que se puede mover sin dolor alguno. Tal vez todavía este soñando.

Camina un tramo, decide voltear para observar la escena de aquel terrible hechizo que le sirvió para invocar al demonio del suicidio. A la lejanía sólo descubre su cuerpo destrozado.

Todo lo entiende ahora. Se quiere mirar, pero, la ilusión de ver su cuerpo se desvanece con rapidez; al cabo de un momento ya no ve nada de él. Tiene unas ganas inmensas de llorar, pero ya no puede. Piensa de inmediato en Alejandra. Confusamente ahora se encuentra dentro de un tornado negro mezclado en rostros, lugares, olores, tiempos... Llega a un lugar donde Alejandra está dormida. Seguramente no se ha enterado de su muerte. Piensa ahora en sus padres y de la misma manera llega hasta ellos. Sollozan, con sus rostros marcados de haber llorado durante mucho tiempo. Mira un calendario y observa que ya pasaron días de su transmutación. Siente el miedo mas no los escalofríos. ¡Qué locura ha hecho! Su padre voltea al cielo en busca de él, de sólo un atisbo de su presencia, y Felix vuela para toparse con su mirada para cuando, su padre, cierra lentamente sus ojos, apretándolos para exprimir una gota más y bajar la cabeza para seguir consolando a su esposa.

No sólo sabe en ese instante, el significado exacto de la palabras “demasiado tarde”, sino le llenan de angustia y le otorgan la certidumbre de que su carrera en lo escatológico se ha acelerado.

Va hasta donde está Alejandra, la encuentra dormida una vez más. Se acerca donde sus labios secos creen besar. Descubre, que no está sola, un brazo la cobija y Felix trata de buscar el rostro y ve morir los últimos rasgos de su vanidad. Es el último amigo al que visitó. Aún siente dentro de su alma, y todo es odio, apatía, rencor, no, no han muerto sus demonios con la caída y trata de asir con sus manos invisibles el cuello de Alejandra. Ella se revuelca en la cama victima de una terrible pesadilla y logra despertar a su acompañante que la trata de hacer reaccionar. Pero ella no despierta. Felix ve que el tornado donde se agita desde que murió, se torna rojizo y en una de sus venas ve aparecer a Alejandra y lo mira sardónicamente, para después ser devorada por el vórtice. Olvida lo que es el amor, se desprende, no le importa condenarse, olvida que es el perdón, pero conserva la tristeza, el remordimiento de la última visión de sus padres. El también siente la fuerza, destellos luminosos lo apabullan violentamente alrededor y lo fustigan diestra y siniestra en un réquiem de venganza por la vida que él, todavía añora.

Alejandra, agitada se despierta empapada en sudor, y se da cuenta de su soledad; otro amante que prefirió irse en medio de la noche. Soñó con Felix.

Observa por el ventanal de enfrente y mira una tormenta eléctrica alejarse en la lontananza nocturna. Levantándose en vela por la tormenta, se dispone a escribir un cuento de suicidas.

J. Santiago Silva G. Astrapé N.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Great post, keep 'em comming