5 de enero de 2007

La Jaula del Cura


“¿Qué es un fantasma?, pregunto Stephen. Un hombre que se ha desvanecido
hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.”
James Joyce
Ulysses




Mi padre me prohibió verle. Después de que el brigadier Calleja se riera frente a su rostro descompuesto y dijese gritando al cielo toda su venganza en un grito de victoria; la cabeza quedó a la vista desde mi habitación. Las palomas quienes primero lo esquivaban, después lo amenazaban por las mañanas, así que las espantaba a guijarrazos traídos por la nana. Creo que le hacía más daño yo con mis guijarros que las palomas con sus suciedades. Yo no sé por qué mi padre no quería que viera la cabeza, si ya he contemplado suficientes atrocidades junto al río. No creo que mi espíritu se perturbe aún más. He crecido de pronto, cuando vuelvo a oír un disparo, siento que se incrementa mi edad. Aquel día de septiembre escuché el desplome de mis días, además de ver personas evacuar sus años por sus boquetes sangrientos. Y el Viejo piensa que no era prudente verla; más bien, creo que siente vergüenza de no poder pelear siquiera por su mísera y temporal comodidad. ¿Que cómo sé que es temporal?, basta salir a la calle y ver por la plazuela a la gente apresurada yendo a comprar su tabaco en la alhóndiga. Sus rostros son viejos y arrugados hacia arriba del entrecejo. La furia de los “insurrectos”, como ahora les llaman los cobardes, fue ominosa e inclemente. Aquel día, vacíe mis fuerzas por mis intestinos varias veces al sentir la lluvia de plomo procelosa. Me sentía tan impotente y me fustigaba con ideas suicidas, pero era tanto el miedo. Me consolé pensando que de héroes aquel día sería ahíto. Ha pasado un año y el cura se petrifica en una jaula, colgado con una escarpia de la esquina; pero no es el único, hay otras cabezas de facciosos. Me habían dicho que ésa, era del cura. Nunca lo conocí y, me lo ha presentado la muerte, con su peor cara. Hidalgo me miraba con sus cuencas vacías.

Estoy seguro de que era él. Había acomodado mi camastro hasta poder contemplarlo por las noches. Memoricé las cicatrices de su cara inmolada; sus rasgos perdidos los inventé; del color de sus ojos hice una turbia luz; al poco cabello le atestigüé su blancura y rebeldía. Sus labios era lo que más me atemorizaba pues no sabía que palabras podía proferir tal personaje. Sabía poco de valentía, el miedo fue mi seudónimo y el coraje tenía buen sabor, pues siempre me lo tragaba. Cuando escuchaba de grandes empresas, me escondía dentro de mí, hasta que el galope de hazañas se sosegara. Si creía que los riesgos me eran ajenos, ¿porqué sentía desasosiego en mi espíritu?, más aún, al ver el rostro desfigurado de un reaccionario que murió por nada. Y si éste luchó tan sólo por sentir erizada su zalea, o por entregar su cuerpo, (y vaya que lo entregó) al inicio de una pelea por la justicia y libertad, solamente me es símbolo de lo que no soy.

Él está a punto de ser fantasma; siento que todavía no lo es. Y yo, con mi nula potencia al arrojo, me siento muerto al no poder morir correctamente en esta vida.
Desde esa noche presentí mi destino oculto. Lánguido, después de una jornada incierta y casi etérea, las luces del pueblo me parecieron devoradas por la testa solitaria del insurrecto. Comenzó la noche desde mi ventana. Después de meditar en la oquedad de mi hastío, atrapé el sueño y decidí volcarme en él con esperanza. De los sueños comencé.
Monologaron mis ansias un tiempo sin intervalos conscientes hasta llegar al diálogo con el Cura. Por fin, tenía cuerpo. Por inercia busqué el mío y, ¡no estaba!, flotaba desde la esquina de la calle y lo miraba a él, quién alargó sus manos blanquecinas y, desde la ventana, me arrancó de la escarpia. Desperté e inicié el ciclo repetitivo de mis noches. Me impregné tantas veces de la misma imagen hasta creer con todas mis frustraciones, que era un mensaje. ¡Qué más podía ser!, todo parecía estar claro. Una misión me era dada por el principal insurrecto, a través de mi ventana, con un lienzo onírico. Esperé, pues de pronto no volví a soñar aquel momento. Pero no fue mucho; entonces, llegó la claridad. Ese día, no desperté sino hasta la tarde.



Aguardé al instante cuando el silencio aturdiera las calles y aprovechando un cambio de guardia. Creo que era pasada la medianoche y, trepé trémulo hasta la cabeza. No voy a contar cuantas veces dudé en el transcurso de la tarde mi osadía, pues mi decisión nubla todo lo demás. La habitación misma me parecía girar enfrente de la bodega, como ruleta. En cada vuelta veía por la ventana aproximarse una oportunidad, pero, mis carnes me impedían algún movimiento. Cada vuelta fallada era tan aciaga que creo preferí arrojarme por la ventana a soportar otra ronda más de frustrado tormento. Los muros del granero eran altos, así que recurrí a un bastón largo con palos atravesados a modo de escalera. Cuando estaba a punto de llegar, escuché una voz que me aterrorizó y me quitó la poca cordura que conservaba. La voz gritó que hurtaban una de las cabezas y yo sin voltear, escuché como se alejaba corriendo sonando los cascos de sus botas, lo cual me dijo que era militar. Decidí ser un hombre, justo como del que sostenía sus restos, para dejar de ser un fantasma. Bajé rápido, pues resbalé y caí al empedrado. Huí hacia la oscuridad y repasé mi misión. No podía fallar, pues los guardias no iban a tardar mucho en encontrarme. Agitado encontré un paraje en la oscuridad y contemplé, junto con mi vaho, al caudillo y le imploré con infinitas ansias me contagiara de su pasado coraje.

Me impelí más por las circunstancias que por mí mismo, además contaba con un talismán poderoso; el sólo hecho de sentirlo, me daba bríos para cumplir con mi destino. Entre las penumbras y salteando ocasionales transeúntes, llegué al lugar. El olor a pólvora estaba impregnado en mis recuerdos violentos, así que aproveché esa inercia y quise ser violento. Me sentía a la par, eufórico de tener voluntad. Descubrí días antes en ese sitio, un soldado reprender a otro por encender tabaco allí, diciéndole las consecuencias peligrosas de hacerlo. Ahora yo estaba seguro de que esa casona era entre callejuelas un depósito nuevo de armamento y municiones. Llevaba conmigo dos trozos de pedernal y algo de pólvora vieja. Debía actuar rápido. La cabeza me daba trabajo extra, así que fue mejor para mí, (y para mi ulterior desgracia) dejarla en un nicho de la construcción que era suficientemente oscuro. La dejé, pero primero me santigüe con ella lo necesario como para no sentirme desvalido. Con mis piernas caminando como en pantanos, y la garganta reseca toqué la puerta. No me abrieron. Así permanecí por largo rato. Una mezcla de resignación, alivio, cumplimiento prematuro y frustración me embargó; hasta que llegaron los milicianos. Al verme sospechoso me introdujeron inmediatamente adentro.

Me interrogaron durante varios minutos, pero al verme lleno de pánico se burlaron de mí, diciéndome, rapazuelo mestizo de mierda. Eso me enfureció y busqué mi objetivo. Lo encontré, era apenas un talego de pólvora, la cual se salía por una costura. Pero, otra vez me detuvo mi pavor. ¡No hice nada! Cuántas veces iba a postergar mi encuentro con la gloria. Me interrumpieron en mis pensamientos conmiserativos. Riendo, entró un guardia gritando que había encontrado la jaula con la cabeza. Me acerqué a la pólvora sin pensarlo más y choqué mis dos pedazos de pedernal. En ese instante recordé que después de entrar allí, no tenía ningún plan en absoluto. Todo se enrojeció y sentí que volé lejos, muy lejos, a través del tiempo, de mis miedos, lejos de mi anciano padre, de los muertos del granero, de la cabeza del cura.

Hoy, desperté sin piernas y con la piel ardiendo, en la putridez de esta celda. Me es difícil recordar todo esto. La fiebre es el infierno de mis poros. El tiempo que he pasado aquí me es ignoto. No quiero dormir y lucho con mi cansancio, deleitándome con mi hazaña. De una u otra manera me matarán; sin embargo, creo que ya tengo una certeza de la forma de mi muerte y doy gracias infinitas a Dios por ello. He escuchado hace algunas horas decir a los guardias realistas que, la jaula del cura Hidalgo, debe tener una cabeza.

J. Santiago Silva Grimaldo Astrapé N.


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