6 de octubre de 2006

Rojo

He asesinado a mi maestro. Los recuerdos me llenaron y… hundí el bolígrafo rojo en su garganta. Fue ofrenda y encumbramiento de un ritual teñido de mi asociacionismo. Las matemáticas fueron causa apologética.

Existen teorías que dicen que el rojo tiene un significado en sí. Que influye de forma invariable y ecuménica. Yo no lo creo así, es tan ambiguo que no creo tenga significado universal. Mas dicen atribuirle al rojo el inexorable poder de la pasión. También, se ha dicho que el color rojo es el símbolo del amor, del poderío, la sensualidad, la fuerza, resistencia, independencia, conquista, impulsividad, ira, y odio. Es luz con longitud de onda de 750 nanómetros. Ha sido predilecto por los tlatoani y monarcas tanto por personas influyentes, dado que era un color difícil de conseguir; si no se buscaba en las cochinillas poco accesibles. Es definido como color cálido y vital ya que es como la sangre.
Aprendí a relacionarlo y ya no fue tan abstracto como debería ser. Es un color que me remembra la sensación de ardor en la espalda. Detrás esa desgarrada imagen, viene el ruido de flauta. También está el olor de maíz quemado, más por el resplandor de la lumbre que incendió la ira en mis dedos chamuscados. Una textura en particular está asociada al rojo: la de las cicatrices. El rojo también para mí, es una tarde de invierno, cuando mi cara se restregó en un muro del mismo color. Era roja la pañoleta de la mujer que besó a mi padre. Mis ojos cerrados –en penitencia obligada- veían rojo, al sentir el sol, mientras sometido aguardaba que me desataran. Pienso que esta última asociación es la responsable de mi desequilibrio patológico, cromático. Quizá sea yo quien persigue al rojo. Es un ente poseedor de una frecuencia implacable, que se asocia en mis sentidos.

Cada vez que mis errores matemáticos ataviados del Color, eran demarcados violentamente, mis venas se convertían en serpientes. Las fórmulas integrales eran indómitas a mi discalculia algebraica. Cuando dichas fórmulas eran circundadas por el ardor, la cacofonía, la suavidad, el orgullo herido y la desilusión; la mezcolanza de mis sentidos se estremecía con furia. Sin duda, di forma de matiz a un concepto integrado por mis recuerdos más oscuros. Me convertía entonces en sombra de mí mismo; ajeno, proyectado en distorsión hacia un mar angustiado. No encontraba ansiolítico capaz de calmar el tornado de mis sensaciones.

Esa vez -la ocasión digna de mi crescendo alienado- fue vorágine de mi mente impeliéndola a errar lo suficiente como para abrumarme y llenarme de una ansiedad reptante. Realicé problemas donde elaboraba vertiginosas asíntotas. Las curvas me invitaban hacia otro curso, el que yo creía era cercano al acertado. Me dejaba guiar, me unía a mi individual concepto de geometría analítica. Ensoñaba ilusamente, (quizá alternativamente) la seducción de las líneas abstractas.
Cuando el maestro hubo revisado la hoja donde creí plasmar mi reconciliación con las matemáticas, el corazón frenético era todo mi cuerpo.

Fue entonces cuando recibí la sardonia. Pero no venían de los labios del maestro, era la sardonia más roja que en mi vida he llegado a sentir. Provenían de la hoja coloreada tal vez, mientras con parsimonia el maestro iba enmarcando mis errores con su bolígrafo barato y achatado. Probablemente el sujeto, sonreía por mi ignorancia aún vigente, al no resolver universalmente los ejercicios. Esa imagen colmó mi mano que ansiosa deseaba empuñar algo. Eran mis errores graves, pero, ¿por qué tenía que humillarlos aún más?, ¿por qué no le bastaba dejarlos desnudos en su incorrección?, le era menester señalarlos de más, ¡de ese color vulgar! Mi ilusa fantasía de navegar entre la certeza matemática, se contrajo hacia el infierno, ¡un infierno rojo!
Sentía un hormigueo delirante y para mí era pecado que el maestro se paseara tranquilo en el aula, al extremo de mi encono hacia él. De pronto, volteó su rostro hacia mí, mientras yo lo miraba fijamente. Antes de que me preguntara por qué, me abalance en su contra y ante la mirada atónita de los otros pupilos, perplejos más por sus errores y no tanto como yo por el Color, consumé la ira de mi descontrol. Lo odié más, pues estaba lleno de sangre.


J. Santiago Silva G. Astrapé N.

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