29 de septiembre de 2006

La Pastilla

La Pastilla

Esta es la prueba de mi amor por ella. Proviene de una semilla comprimida con nombre farmacéutico místico, manteniéndome casi siempre a su nivel. La dosis es la que me pide, no me importa hasta qué estrato me compense. Es bendita escalera anfetamina. Encaja perfecta en mis neurotransmisores excitados. Señal inexorable de que mi cuerpo está diseñado para amarla por esta vía. La sensualidad salvaje de mi eléctrica mujer acaricia mi sinapsis inducida por el psicotropo. El sexo era tan sólo el apogeo del ritual mesurado con indispensables psicofármacos. Antes del coito era labor –según mis influencias socioculturales- crear un largo preámbulo seductivo; gracias a esta disposición, es por lo que puedo extrapolar mi relato.

Conocí su esencia una noche lluviosa, más que de agua, de su locura. Sus piernas se movían frenéticas por la calle, perseguía una encomienda que ya he olvidado, mas me indujo a seguirla. Sus dedos hipercinéticos cubrían su pecho mojado cuando le pregunté cuál era su nombre: Angelina. Dicho esto, se echó a correr como lo que ahora sé que es. Sin que una idea razonable me atravesara y con una fascinación mojada, excitado por su alquímico olor, me abalancé siguiendo sus faldas. La persecución no ha terminado aún, sin embargo esa noche tuvo un parador excelso. En un parque, con pasto lagrimoso se arrojó tendida y dijo implorándome: ¡bésame!, lo hice, hasta pensar que era suficiente; pero, ella – y no hablo sólo de su extensa sexualidad- no contiene en su ideario el concepto de lo suficiente.

La seguí, siempre corriendo. Corría no sólo con mis piernas, sino con mis ansias, mis obsesiones, mis celos, mis caricias, mis atenciones, mis juicios. Ella era veloz, quizá no tanto al emitir un aforismo vulgar; lo era para vivir en sí. Para reír, para besar, para jugar con su pelo, para disfrutar de una bebida; para soñar que era acariciada; para mover su lengua al cantar en mi piel; para atravesar el ocaso que se colaba por la ventana; para recordarme que estoy caminando entre la tierra y los pozos de estrellas. Lo era para tanto, como si fuera una efigie al frenesí. Era del movimiento su sensualidad. Puedo reflexionar ahora y decir que, quizá, tan sólo es sensual.
Aprendí a vivir con mi Angelina otra noche lluviosa, ulterior al agua: plena de ácidos y estimulantes. Vino a mí y no le vi cara de condición, sino la necesidad de que yo encontrara un estímulo que no me era interno. Algo que ayudara a mis axones a comunicarse con velocidad desorbitada. Porque ella me lo pedía y ella es mi vida.
Primero, busqué en la naturaleza sus dones para poder alcanzarla (cuántas veces he tratado de alcanzar algo y así, después seguir afanoso alcanzando lo que sea, hasta llegar a las fantasías y calmar mi ansiedad por alcanzar), pero la naturaleza es sabia y procura que sus dones sean dados únicamente por dosis esparcidas, en una planta pequeña; una flor que pareciese común; en cierto néctar de algún cactus remoto o en algún hongo exótico.

Desesperado por tanta sabiduría, aspiré ser insensato. Entonces, comprobé la sublimación del fármaco ante la hierba. Así encontré un toque de la hipersinesia que necesitaba para alcanzarla. La anfetamina se unía a mí y yo, cargado me unía a Angelina. En esta noche que se confunde mi excitación con las sombras, me siento impelido a suspirar con las dunas de mi desesperación por esta amazona de lujuria. Es tiempo donde mi cuerpo está más dispuesto que yo; espero no rozar el límite en sobredosis. Aunque aún me excita pensar que yo juego tal saltimbanqui en la frontera blanca de la esquizofrenia.


Nos separamos un momento, ella me observa cual jinete ante la estepa, yo me siento halagado por su magia, es un pequeño momento de sosiego tan poco común que lo recibo como parador hacia la épica ciudad de Maratón. Parece ser que algo se desprenderá de su boca, abro también los labios galvánicos por esa incitación. Aspira hinchando su hermosura, y sonríe antes de decir nada. Busca y encuentra lúdica en sus ropas un pequeño sobre dorado. Lo besa mirándome a los ojos y me propone ir a un jardín ulterior, armonizado con laúdes según ella, capaces de calentar la piel. Cómo resistirme ante el influjo rabioso de sus palabras, similares quizá a las mujeres de Gomorra. Cómo mantenerse cuerdo ante la sutileza de sus turbadores susurros. Señalo, que la presente descripción, es agregada a mi alteración química. Sin embargo, dudo ya de mi veracidad racional, y me restituyo como un navegante de emociones nada más.
He tomado deliberadamente, un poco más de sustancia, miento, he tomado una cantidad que preocuparía a algún cobarde, u hombre sin voluntad amatoria. Yo sí tengo sentido.

Durante este instante que me observa y saca su sobre dorado, vuelvo a creer en Parménides o, en la eternidad. Todo se ha detenido menos mi deseo, incluso su respiración. Comienzo a sentir un vértigo que me entierra en el pasto. Siento una fuerza que quiere drenar mi sangre por todos los poros, no hay presión, si por mis venas corriera mercurio, saturnino me abriría la piel para que escapara. No creo fuese buena idea el medicarme tanto. Por fin, el tiempo sale de su estado sincopado, ella comienza con un respiro y yo mis dientes a chirriar. Creo sugeriré postergar este encuentro que comienza a ser desafortunado para mí.

Pero ella me acaricia el cuello y me dice -creo por palabras-, necesito un pequeño aditivo más, comienzo a mover mi cabeza tan rápido, que quizá sea mi impresión. Tengo una necesidad apremiante de arrancarme el cabello, creo ya lo hice pues lo siento caer de mis manos, que se sacuden por la cercanía de su cuerpo. Me besa, me dice que ahora sí, estaré al nivel preciso. Me confiesa y me deja pasmado dentro de mi desintegración: es adicta a cierta sustancia nueva, quiere me una a su orgía de artificiales espasmos.
Yo ya no tengo habla, trato de comunicarme de otra forma, pero, es tarde, una pastilla caída del sobre dorado de Angelina, flota deshaciéndose bajo mi lengua.


J. Santiago S. Astrapé N.