El río
–¡No entiendo a esas personas!- gritaba Tomás enfurecido hacia el televisor, cuando el noticiero daba las estadísticas de muerte por enfrentamientos en arrabales, -Cómo es posible que se hayan muerto de forma estúpida, sabiendo del peligro en el lugar donde se encontraban-, a lo que su hermano siempre le respondía cuando hacia este comentario repetitivo, -Quién iba a saber lo que iba a pasar, güey-. Este comentario insulso, hacia que se enfureciera aún más.
La gente que lo veía, ahí parado como idiota o como místico –dependiendo del variado punto de vista de la gente que pasaba y lo observaba- inevitablemente sonreían para sí. De este modo permaneció durante largo rato. Estuvo apunto de abrir los ojos cuando un perro se acercó peligrosamente para olfatearlo, sintió su húmeda nariz levantando su pantalón pero, no hizo más que lanzar un grito y patadas al azar; bastó para que el animal confundido, se alejará. Varias personas lo observaban ya desde sus bancas; divertidos disfrutaban sus frituras mientras observaban al mimo que jugaba a la estatua dándose repentinos golpes en la nariz. Los niños se acercaban y se burlaban de él. En su oscuridad escuchó también, ruido de monedas cayendo al piso.
Su plan era el siguiente: como experto en fragancias, aguzaría su nariz al máximo de concentración, se situaría en el cruce de los ríos aromáticos que recorrían la pequeña plaza. Cerraría los ojos como siempre se deleitaba. Y al encontrar su perfume favorito, se dejaría llevar por ese río delicioso, no importa cual mujer lo portara. Sólo que, existía la posibilidad de que algún homosexual fuera el elegido, entonces sería anulado el juego. No era homo fóbico pero, tampoco tenía esa preferencia. Sólo tuvo que esperar hasta las nueve.
Era tan intenso el aroma, que de inmediato abrió los ojos, su concentración era tal, que se sorprendió al verse rodeado de tantos curiosos. Miró que las luces de los faroles ya habían encendido, y logró distinguir el río que emanaba de una mujer morena vestida de blanco. Con sorpresa y agrado se dio cuenta que era hermosa y sensual.
La siguió por las calles con la idea firme de tener un encuentro lo más provechoso posible. Cuadra tras cuadra cuidó de que ella no sospechara nada; aunque después de un rato desembocó hacia un bulevar y esto por poco y provoca que ella sintiera su presencia en tan amplias aceras. El dulcísimo aire guiaba su peregrino propósito, y lo embriagaba tanto que las fantasías brotaron mientras observaba las caderas blancas en marcha erótica.
La imaginaba en su habitación. Esperaba su cuerpo en la cama, mientras ella permanecía delante de la ventana que lograba trasparentar su vestido. El pelo recogido la hacía ver aún más hermosa Se desnudaba lentamente con sutileza y timidez ante Tomás, que ya saboreaba sus labios carnosos; los cuales, ella mantenía abiertos por donde lanzaba profundos suspiros. Su piel tostada se erizaba tan sólo con el contacto más ligero de los dedos ávidos de ternura y deseo. Las cortinas blancas se amoldaban a su cuerpo desnudo con el aire, se metían en él, salían jaladas en sutil excitación de sus senos, seguían fielmente los contornos generosos de sus piernas como si de la Venus de Milo se tratara. Sus ojos descubrían que ella tenía un prurito tácito que sólo él con sus... ¿anuncios luminosos?. ¡Dónde estaba!, las calles eran raras, nunca caminó por ellas. ¿Hasta dónde la siguió?, no lo supo en ese momento. De pronto se encontró en zona de bares y antros tipo Burlesque.
Sintió la certeza de que ella sabía que la seguía, un temblor en el corazón le contagió de placer al pensar que ella lo aceptaría totalmente.
La mujer entró saludando al gorila de la puerta en “SABIA POR DIABLA II”.
Perdió el rastro y el aliento por la confusión de su fervorosa cabeza. No podía ser. Él rechazaba tajantemente ese tipo de lugares. Y ella..., que mala suerte, trabajaba ahí. Aunque podría ser sólo la cocinera, una simple mesera, ¡hasta la dueña!. No, era absurdo, lo más seguro era que bailaba o se prostituía en ese sitio con los más asquerosos imbéciles. Caviló unos instantes. Era inaudito, pero tendría que entrar, no podía dejar de cumplirse su encomienda. La siguió por bastante tiempo y no podía desperdiciar esta oportunidad.
Se acercó temeroso a la entrada donde un enorme tipo grasiento -delante de un letrero que decía “Abrimos antes que todos”-, le observaba con recelo y apatía. “Prepotente sin cerebro”, pensó de inmediato, como la mayoría piensa al toparse con estas personas. En un arrebato de imprudencia, le preguntó a este sujeto por la mujer de blanco. A lo cual le respondió con un amable, -¡No me esté chingando, porque no pasa a investigar!-. Se introdujo en el lugar, con la rabia contenida de no poder responderle adecuadamente a ese idiota, total, no podía perder tiempo y tenía que seguir a la paradigmática mujer.
Al entrar, un denso ambiente le abofeteó su noble nariz amaestrada. Una luz relampagueante dejaba ver de vez en cuando las paredes decoradas con imágenes sugestivas, algunas de mal gusto. Las paredes parecían forradas de terciopelo. “Qué vulgar”, se decía para sus adentros. Como si el terciopelo fuera el símbolo inexorable de la vulgaridad. Al fondo se veía agitarse a una mujer semidesnuda que se colgaba de un tubo unido a la gran cantidad de artilugios de iluminación. El ambiente enrarecido se llenaba de silbidos y gritos tales como “¡Sabrosa!”, “¡Muévelo así!”, “Cuélgate de este otro”. Tomás abrió lo más que pudo los ojos esperando que sus pupilas se dilataran rápidamente. Se detuvo mientras un mesero le preguntaba qué mesa quería y qué iba a tomar. Lo ignoró, y se dio cuenta de que el río fragante había chocado de pronto con otros cauces que lo maculaban por completo, ahora, ¿cómo identificaría ese aroma divino?, y ¿dónde se había metido la mujer de blanco?.
-Tiene que consumir señor-, le gritaba el mesero que apenas se escuchaba por el alto volumen de las cumbias que parecían ser escupidas por los altavoces. –Ahorita, dame chance... oye, ¿Tú no sabes de una Mujer que entró recién y vestía de blanco?- le repitió esto más o menos tres veces al mesero ya que no se escuchaba ni el mismo Tomás. El mesero lo guió ante la barra del lugar y picando suavemente la espalda de la mujer, le mostró al cliente dejándolos con un aspaviento de cumplimiento.
La observó de cerca y de frente, al fin. Los nervios se apoderaron de todo su cuerpo, y una gota de sudor frío le corrió por la espalda. Ella le sonrió con un ligero “hola”. Sin darle tiempo a que este respondiera, le tomó por la mano y lo condujo por un pasillo oscuro que estaba a un lado de la barra. El cantinero lo miró con una sonrisa de aprobación, mientras era jalado como niño pequeño por su madre.
Se sintió ridículo, porque no sabía que iba a pasar ciertamente. Pero el cuerpo voluptuoso de esta mujer y su perfume vuelto a cauce, le despertaron el deseo de hacerle el amor.
Recordó con pánico que no traía dinero, pero ya no hubo tiempo; ella lo introdujo a un pequeño cubículo y le preguntó con un gracioso acento norteño –Sabes, siento como si ya te conociera de hace tiempo-, y le preguntó algo que no logró distinguir mientras se deleitaba con su sedoso pelo, y al no haber respuesta se quitó el vestido rápidamente.
Al ritmo de “banda” bailó montada encima de él, hizo muchas y variadas peripecias que no logró asimilar con él hubiese querido. No tuvo oportunidad de disfrutarlo, pues cuando comenzaba a sumergirse en el mar donde desembocaba ese río vehemente, la canción terminó y ella al tiempo que se vestía pidió que le diera la contraseña que había adquirido con el mesero. Tomás llenó de pavor, fingió buscarlo en su ropa, y al fin tuvo que declarar que no la tenía (tiempo después reflexionó, que tenía oportunidad de fingir que la había perdido). La mujer le miró a los ojos con desenfado, -Ya te buscaste bien huerco, no vayas a ser la malora, mira en tu cartera, no... ¡es broma!, ¿verdad?... ¿no?, chín, en la madre-. Después de que se diera cuenta de su error al no pedirle el boleto con anticipación, se llevó las manos al cabello y le dijo con desánimo –Pus haber como nos va, mejor dicho, a ti-.
Cuando ella notificó al tipo que cuidaba los cubículos, éste le gritó y ella le respondió algo rezongando. Llamó con un radio y en pocos instantes apareció el gorila de la entrada.
Tomás sintió un terror inmenso y pensó en buscar una salida por donde escapar, pero sólo lo pensó. Observó pávido como lo señalaban y el enorme sujeto se dirigió a él con determinación moviendo la cabeza. Paralizado lo sujetó del cuello y lo arrastró de espaldas mientras alcanzó a mirar como ella le pedía un cigarro al guardián de los cubículos con indiferencia.
Los golpes fueron tantos, que sintió que iba a ser uno más de las estadísticas de los noticieros. En el suelo, volteó hacia arriba donde estaba su agresor, del cual sólo había visto sus puños y puntapiés; le imploró piedad y este lo levantó para echarlo a una camioneta vieja. Lo llevó varias cuadras y lo arrojó al lodo.
Mientras escuchaba el chapoteo de las llantas de la camioneta al arrancar, sonrió a pesar de su dolor. No pensó en vengarse, ni donde estaba, ni como iba a llegar a su casa. Sólo pensó otra vez en la mujer de blanco. Por un instante de locura quiso ir en su búsqueda otra vez, pero, no fue su racionalidad la que lo impidió, fueron las costillas rotas y la vista nublada de sus ojos adoloridos, que lo dejaron abrazando una señal de tránsito.
Pasó tiempo, el necesario para recuperarse del dolor moral y físico. Sentado en la plaza donde encontró el preludio a la experiencia más intensa que había tenido en su vida, pensaba mientras miraba los niños aporrear un balón. Seguía odiando los arrabales, quizá ahora más que nunca. Se había dejado llevar por el azar, ¿habría valido la pena viajar por aquel río que desembocó en sangre y unas costillas rotas?. “Qué desgraciada suerte”; ahora sabe que por lo menos debe traer un dinerito extra en el calcetín. Mas no es eso lo que lo abochorna cuando, se acuerda del pelo y la cintura endemoniadamente perfecta de aquella “mujer de blanco”. Sino que no pudo disfrutar en serio del momento, y ahora, está más prevenido, -¿será?-, se indaga Tomás al tiempo que, se sitúa en la mitad de la plaza y golpeando suavemente su nariz, aspira profundo y cierra los ojos.
En las tardes, Tomás se deleitaba en un jardín céntrico. Aguzaba la nariz -según él- dándose golpecitos con las yemas de los dedos en ella y aspiraba con profundidad los perfumes de las mujeres que pasaban frente a él. En sus viajes aromáticos pensaba en estas mujeres y que, en una de ellas saldría la indicada; la reconocería por su aroma en particular. Era un experto en aromas, tal, tal, y tal, eran sus favoritos; cuando los aspiraba, cerraba los ojos de inmediato e idealizaba a la mujer ungida. Abría los ojos, las comparaba y nunca coincidían.
Así pasaba tardes enteras discurriendo en esas múltiples corrientes de perfumes, algunos finos otros tan corrientes como el sudor. Hasta que por fin, un día, después de meditar su situación, se dio cuenta de su delectación patética. No sería más un espectador pasivo y jamás conseguiría una mujer en esa estúpida postura. Se iba arriesgar, realizaría un experimento emocionante. Se situó en la mitad del jardín, justo en el centro de la pequeña plaza bulliciosa; eran las 7 de la tarde “horario de verano”. Respiró profundo y cerró los ojos. La gente que lo veía, ahí parado como idiota o como místico –dependiendo del variado punto de vista de la gente que pasaba y lo observaba- inevitablemente sonreían para sí. De este modo permaneció durante largo rato. Estuvo apunto de abrir los ojos cuando un perro se acercó peligrosamente para olfatearlo, sintió su húmeda nariz levantando su pantalón pero, no hizo más que lanzar un grito y patadas al azar; bastó para que el animal confundido, se alejará. Varias personas lo observaban ya desde sus bancas; divertidos disfrutaban sus frituras mientras observaban al mimo que jugaba a la estatua dándose repentinos golpes en la nariz. Los niños se acercaban y se burlaban de él. En su oscuridad escuchó también, ruido de monedas cayendo al piso.
Su plan era el siguiente: como experto en fragancias, aguzaría su nariz al máximo de concentración, se situaría en el cruce de los ríos aromáticos que recorrían la pequeña plaza. Cerraría los ojos como siempre se deleitaba. Y al encontrar su perfume favorito, se dejaría llevar por ese río delicioso, no importa cual mujer lo portara. Sólo que, existía la posibilidad de que algún homosexual fuera el elegido, entonces sería anulado el juego. No era homo fóbico pero, tampoco tenía esa preferencia. Sólo tuvo que esperar hasta las nueve.
Era tan intenso el aroma, que de inmediato abrió los ojos, su concentración era tal, que se sorprendió al verse rodeado de tantos curiosos. Miró que las luces de los faroles ya habían encendido, y logró distinguir el río que emanaba de una mujer morena vestida de blanco. Con sorpresa y agrado se dio cuenta que era hermosa y sensual.
La siguió por las calles con la idea firme de tener un encuentro lo más provechoso posible. Cuadra tras cuadra cuidó de que ella no sospechara nada; aunque después de un rato desembocó hacia un bulevar y esto por poco y provoca que ella sintiera su presencia en tan amplias aceras. El dulcísimo aire guiaba su peregrino propósito, y lo embriagaba tanto que las fantasías brotaron mientras observaba las caderas blancas en marcha erótica.
La imaginaba en su habitación. Esperaba su cuerpo en la cama, mientras ella permanecía delante de la ventana que lograba trasparentar su vestido. El pelo recogido la hacía ver aún más hermosa Se desnudaba lentamente con sutileza y timidez ante Tomás, que ya saboreaba sus labios carnosos; los cuales, ella mantenía abiertos por donde lanzaba profundos suspiros. Su piel tostada se erizaba tan sólo con el contacto más ligero de los dedos ávidos de ternura y deseo. Las cortinas blancas se amoldaban a su cuerpo desnudo con el aire, se metían en él, salían jaladas en sutil excitación de sus senos, seguían fielmente los contornos generosos de sus piernas como si de la Venus de Milo se tratara. Sus ojos descubrían que ella tenía un prurito tácito que sólo él con sus... ¿anuncios luminosos?. ¡Dónde estaba!, las calles eran raras, nunca caminó por ellas. ¿Hasta dónde la siguió?, no lo supo en ese momento. De pronto se encontró en zona de bares y antros tipo Burlesque.
Sintió la certeza de que ella sabía que la seguía, un temblor en el corazón le contagió de placer al pensar que ella lo aceptaría totalmente.
La mujer entró saludando al gorila de la puerta en “SABIA POR DIABLA II”.
Perdió el rastro y el aliento por la confusión de su fervorosa cabeza. No podía ser. Él rechazaba tajantemente ese tipo de lugares. Y ella..., que mala suerte, trabajaba ahí. Aunque podría ser sólo la cocinera, una simple mesera, ¡hasta la dueña!. No, era absurdo, lo más seguro era que bailaba o se prostituía en ese sitio con los más asquerosos imbéciles. Caviló unos instantes. Era inaudito, pero tendría que entrar, no podía dejar de cumplirse su encomienda. La siguió por bastante tiempo y no podía desperdiciar esta oportunidad.
Se acercó temeroso a la entrada donde un enorme tipo grasiento -delante de un letrero que decía “Abrimos antes que todos”-, le observaba con recelo y apatía. “Prepotente sin cerebro”, pensó de inmediato, como la mayoría piensa al toparse con estas personas. En un arrebato de imprudencia, le preguntó a este sujeto por la mujer de blanco. A lo cual le respondió con un amable, -¡No me esté chingando, porque no pasa a investigar!-. Se introdujo en el lugar, con la rabia contenida de no poder responderle adecuadamente a ese idiota, total, no podía perder tiempo y tenía que seguir a la paradigmática mujer.
Al entrar, un denso ambiente le abofeteó su noble nariz amaestrada. Una luz relampagueante dejaba ver de vez en cuando las paredes decoradas con imágenes sugestivas, algunas de mal gusto. Las paredes parecían forradas de terciopelo. “Qué vulgar”, se decía para sus adentros. Como si el terciopelo fuera el símbolo inexorable de la vulgaridad. Al fondo se veía agitarse a una mujer semidesnuda que se colgaba de un tubo unido a la gran cantidad de artilugios de iluminación. El ambiente enrarecido se llenaba de silbidos y gritos tales como “¡Sabrosa!”, “¡Muévelo así!”, “Cuélgate de este otro”. Tomás abrió lo más que pudo los ojos esperando que sus pupilas se dilataran rápidamente. Se detuvo mientras un mesero le preguntaba qué mesa quería y qué iba a tomar. Lo ignoró, y se dio cuenta de que el río fragante había chocado de pronto con otros cauces que lo maculaban por completo, ahora, ¿cómo identificaría ese aroma divino?, y ¿dónde se había metido la mujer de blanco?.
-Tiene que consumir señor-, le gritaba el mesero que apenas se escuchaba por el alto volumen de las cumbias que parecían ser escupidas por los altavoces. –Ahorita, dame chance... oye, ¿Tú no sabes de una Mujer que entró recién y vestía de blanco?- le repitió esto más o menos tres veces al mesero ya que no se escuchaba ni el mismo Tomás. El mesero lo guió ante la barra del lugar y picando suavemente la espalda de la mujer, le mostró al cliente dejándolos con un aspaviento de cumplimiento.
La observó de cerca y de frente, al fin. Los nervios se apoderaron de todo su cuerpo, y una gota de sudor frío le corrió por la espalda. Ella le sonrió con un ligero “hola”. Sin darle tiempo a que este respondiera, le tomó por la mano y lo condujo por un pasillo oscuro que estaba a un lado de la barra. El cantinero lo miró con una sonrisa de aprobación, mientras era jalado como niño pequeño por su madre.
Se sintió ridículo, porque no sabía que iba a pasar ciertamente. Pero el cuerpo voluptuoso de esta mujer y su perfume vuelto a cauce, le despertaron el deseo de hacerle el amor.
Recordó con pánico que no traía dinero, pero ya no hubo tiempo; ella lo introdujo a un pequeño cubículo y le preguntó con un gracioso acento norteño –Sabes, siento como si ya te conociera de hace tiempo-, y le preguntó algo que no logró distinguir mientras se deleitaba con su sedoso pelo, y al no haber respuesta se quitó el vestido rápidamente.
Al ritmo de “banda” bailó montada encima de él, hizo muchas y variadas peripecias que no logró asimilar con él hubiese querido. No tuvo oportunidad de disfrutarlo, pues cuando comenzaba a sumergirse en el mar donde desembocaba ese río vehemente, la canción terminó y ella al tiempo que se vestía pidió que le diera la contraseña que había adquirido con el mesero. Tomás llenó de pavor, fingió buscarlo en su ropa, y al fin tuvo que declarar que no la tenía (tiempo después reflexionó, que tenía oportunidad de fingir que la había perdido). La mujer le miró a los ojos con desenfado, -Ya te buscaste bien huerco, no vayas a ser la malora, mira en tu cartera, no... ¡es broma!, ¿verdad?... ¿no?, chín, en la madre-. Después de que se diera cuenta de su error al no pedirle el boleto con anticipación, se llevó las manos al cabello y le dijo con desánimo –Pus haber como nos va, mejor dicho, a ti-.
Cuando ella notificó al tipo que cuidaba los cubículos, éste le gritó y ella le respondió algo rezongando. Llamó con un radio y en pocos instantes apareció el gorila de la entrada.
Tomás sintió un terror inmenso y pensó en buscar una salida por donde escapar, pero sólo lo pensó. Observó pávido como lo señalaban y el enorme sujeto se dirigió a él con determinación moviendo la cabeza. Paralizado lo sujetó del cuello y lo arrastró de espaldas mientras alcanzó a mirar como ella le pedía un cigarro al guardián de los cubículos con indiferencia.
Los golpes fueron tantos, que sintió que iba a ser uno más de las estadísticas de los noticieros. En el suelo, volteó hacia arriba donde estaba su agresor, del cual sólo había visto sus puños y puntapiés; le imploró piedad y este lo levantó para echarlo a una camioneta vieja. Lo llevó varias cuadras y lo arrojó al lodo.
Mientras escuchaba el chapoteo de las llantas de la camioneta al arrancar, sonrió a pesar de su dolor. No pensó en vengarse, ni donde estaba, ni como iba a llegar a su casa. Sólo pensó otra vez en la mujer de blanco. Por un instante de locura quiso ir en su búsqueda otra vez, pero, no fue su racionalidad la que lo impidió, fueron las costillas rotas y la vista nublada de sus ojos adoloridos, que lo dejaron abrazando una señal de tránsito.
Pasó tiempo, el necesario para recuperarse del dolor moral y físico. Sentado en la plaza donde encontró el preludio a la experiencia más intensa que había tenido en su vida, pensaba mientras miraba los niños aporrear un balón. Seguía odiando los arrabales, quizá ahora más que nunca. Se había dejado llevar por el azar, ¿habría valido la pena viajar por aquel río que desembocó en sangre y unas costillas rotas?. “Qué desgraciada suerte”; ahora sabe que por lo menos debe traer un dinerito extra en el calcetín. Mas no es eso lo que lo abochorna cuando, se acuerda del pelo y la cintura endemoniadamente perfecta de aquella “mujer de blanco”. Sino que no pudo disfrutar en serio del momento, y ahora, está más prevenido, -¿será?-, se indaga Tomás al tiempo que, se sitúa en la mitad de la plaza y golpeando suavemente su nariz, aspira profundo y cierra los ojos.
4 comentarios:
No sé como expresar...
Me inspira, pero al momento de que me inspira...caigo en un maaaaal...
Por que esto...es lo que sucede cotidianamente...
¡Saludos!
Me gustó. Ahora comprendo tantas cosas... la próxima vez le pondré la moneda en el calcetín.
Te quedo muy bueno el cuento. Este si me gusto jajajaja, no te creas ;)
Pero hay algo que me intriga...
Eres cliente de table dance? o de donde sacaste la informacion para escribirlo???
Picaron.
ps ya postea
h
u
e
v
a
s
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