27 de septiembre de 2006

Alejandra

Oh cómo quisiera ser el primer amor de una mujer fatal

I
Desvelado lector de Sobre Héroes y Tumbas, te invito a que imagines, cuántas Alejandras se sucedieron en una sola, sobre cacofonías de lamentos internos, en susurros sinfónicos de esperanzas maniacas. Desde aquella habitación, su cuerpo calcinado, o casi reducido a cenizas, -quién lo sabe con exactitud, ni el propio Sabato lo describió- marcan estela de estragos, risas estrepitosas, caricias anheladas, caricias maldecidas. Habrá gritado. Su voz, cómo era. Lo habría permitido el fuego al calentar su garganta nívea, tan evasiva. Maldita flama enorme, que desvanece su memoria; mas permanece la inquietud añeja, por saber qué grietas terminaron por ceder bajo su larga cabellera negra. Aquella noche, mirando los ojos de su padre, -aquel hombre perseguido por la oscuridad sectaria; informante del soterrado caos de Buenos Aires-, preveía que sólo calcinando esa mirada terminaría su flagelo; no bastarían las balas desgarrando su piel de bestia. Holocausto indolente por quien estúpidamente anhelaba rescatarla. Además, visto desde su buhardilla, qué podía hacer ese incipiente mártir, ese muchacho lleno de abismos maternos; nada, era ella un espejo tan vasto como el mar, para que Martín se reflejase y arrullase por las noches.
Alejandra existía, cuando decidía; mientras era femme fatale. Quizá ni cuando encendió la nafta, dejó de serlo sin dejar la esclavitud. Fatal o predestinada: cuando un esperma congénere, que tanto fluyó por su cuerpo, fecundó a su Madre, la anterior Alejandra. Pero, ni el incestuoso esperma, fue portador del arquetipo que por su familia heredó.
Por qué cargar con el estigma formado por generaciones, por qué sentir sobre sus frágiles hombros la áspera gravedad de la estirpe de los Vidal Olmos. La hundía ferozmente, entonces, qué sino convertirse en esas veneradas cenizas.
¿Existía deliberada maldad en ella?, afirmarlo sería igual que decir: “Martín fue estúpidamente apasionado por convicción”: prejuicios solamente. Después de la depuración, del conocimiento de causa, no existe maldad pura. Conocer los tergiversados motivos ajenos es empatizar con la maldad y, por consiguiente provocar su desvanecimiento. Sin embargo, no se desvanecen los rasgos aprendidos, no; son devorados, introyectados.
Hay que dejar que la ilusión fluya lentamente, y tácitamente devoremos la supuesta maldad de la hija de Fernando Vidal. Al discernir qué impelió su voluntad, al prender nafta; jalar el gatillo; enamorar neuróticamente a Martín; buscar –tal vez- el sexual spleen con rancios magnates; vagar hasta la estatua de Ceres; desafiar a Dios, desnuda entre la salvaje tormenta de la playa; y sobre todo, desatar una bramante furia, a través de su exótico carácter femenino, palpitando el incestuoso eros. No habita en ella, ningún para qué. Qué misión pudiera planearse desde ese antiguo mirador plagado de olores psicopáticos, dónde el rencor cabalgaba insinuante al deseo y el frenesí de lo prohibido; cuán más delicioso, más resaca pegajosa sobre su cama turca, escuchando algún lluvioso tango.
La máxima psicoanalítica predica: “hacer consciente lo inconsciente”, a través de ello se llega a la sanidad; pero, en el desamparo, cómo llegar a la tranquilidad, ante el vertiginoso empuje a la introyección que le da el desventurado Martín, al reclamar el verla visto con su padre. Ella, indudablemente es más consciente que nunca, pero su ego, está desgarrado y, una instancia psíquica proveniente de la moral, la aplasta desde entonces (sumando al peso generacional ya descrito), siendo premonición de la indómita catarsis ante el Abyecto. Más que nunca, sintió la vergüenza como hielo, aprisionando su débil intento de cordura. La angustia no le daba opciones, al menos no internas. El miedo se introdujo áspero y reptante en sus venas, hasta contaminarle sus ojos y volverse fobia, hacia sí misma, a sus cabalistas pulsaciones; plenas en su cuerpo cual insectos paciéndola.


II
Un concepto tan denostado, ese atrevimiento insolente de adjetivar, el decir: mujer fatal, a través de Martín o cuántos más, es pura ausencia: tiempo vacante, pensamientos que esperan tras las esquinas y los cuartos, miedo por No Ser nunca más junto a ella. Ese concepto es hechura del Otro, nunca de ella. Es su rencor, residuo luego de querer expandirse a través de su sensualidad cognoscible, inútilmente.
Los enamorados, narcisos distímicos que se hunden aún de sus filamentos freudianos en su profunda depresión, le cantan a esa mujer de silueta inalcanzable, que no puede ser observada en todos sus ángulos, porque ella es su epítome. Porque sueñan ser los únicos.
Al final resulta ser un trágico y hasta cómico solipsismo. En su altar martirizado por la lástima y misericordia, reza a esa efigie, que resulta heriofanta, sólo porque no lleva corderos ante él. Ella lo ignora, lo olvida, y se va. A dónde, a esa vacuidad inmoral, que da cada vez más desesperanza. Él se enamora primero; ella sabe que el enamoramiento es una enfermedad.
Luego, jalado hacia el centro de la tierra, diciendo adiós al cielo reducido a su techo, pero igual que el universo, recuerda cada vez condensado. Podría componer una melodía sobre arpegios fúnebres, antes de dormir. Para qué dormiría, si ya no es necesario dejar que su cerebro deje llegar lo incosciente. Entonces, la incertidumbre, implacable convertida en paranoia. ¿Dónde estará?, ¿pensará aunque sea un poco en mí?, ¿con quién estará?, ¿compartirá lo mismo que conmigo?, ¿él sí podrá?, puro martirio y profecías autorrealizadas.
Como no se puede saber todo, lo mejor diría el desamparado, es convertirlo en mentiras, en dispendioso veneno. Es tal el anhelo del enamorado, querer abarcarlo todo, serlo todo, tomarlo todo. ¿Realmente por justicia lo debería de tener?, ¿es que él ha sufrido tanto que necesita de esa recompensa?, todo puede llegar a ser; pero, por qué se afana de ser vampiro de una destellante golondrina. Como siempre, no hay que generalizar, a pesar de ser atractivo ya que al hacerlo se goza de un látigo enorme que cobra venganza. Hay que ser generosos y decir, que los narcisos conmiserables son pocos. Martín, dejaba ver que lo era. Antihéroe lastimoso, receptáculo de nuestras desgracias amorosas; gran dador de especulación del alma.

III

Reposó Alejandra como símbolo argentino de lo inalcanzable; de la inasible patria. Muerta fatídicamente, rindiéndose honor así misma, no reveló cómo amó o dijo amar (en monólogo interior) a su padre. Comprendida y hasta enjuiciada cada vez más de forma sofisticada, redimensionando el temblor de la retina; motivando a dejar su imagen en las líneas escritas y sacar la vista por la ventana; sus etopeyas marcaban el ritmo en el lector arrojándolo fuera del río a meditar. Sus pasos sincopados, sin embargo sensuales, son –de cualquier forma- anhelados cuando se cierra el apocalíptico texto. Vendrá Alejandra un día reencarnada, si la sabemos esperar como ella quiere, sentados taciturnos, ahogando la mirada en los confines del enorme río, girando y deseando enamorarse no importa si es oneroso el camino; sintiendo electrizarse la nuca por un perfume extenso, mientras se aspira el erotismo que no viene, aún, bajo la estatua de Ceres.

J. Santiago S. Astrapé N.

1 comentario:

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